La diferencia de estar allí:Del costumbrismo a la historia del presente:los desafíos del periodismo narrativo en el Perú
TOÑO ANGULO DANERI
La crónica, esa hija incestuosa de la historia y la literatura, existe desde mucho antes que el periodismo. Nació de dos voluntades, la de narrar y la de comprender el mundo, que una forma equivocada de concebir el periodismo moderno ha diluido para dar paso a una tercera, a menudo dogmática y excluyente: la voluntad de dar información. El periodismo que hoy predomina es como el nieto necio y testarudo de la crónica que se resiste a aceptar lo mejor de la herencia de su abuela. Es un periodismo de notaría, que certifica lo que alguna gente importante dice y da cuenta de lo que ocurre, pero no cuenta ni explica nada. La noticia, en esencia, no tiene antecedentes ni consecuentes. No tiene por qué ser seguida ni profundizada porque perdería el interés de lo único, insólito e irrepetible. En fin, es un periodismo para la amnesia que echa al olvido una de sus responsabilidades sociales más necesarias: ser una memoria de su tiempo.
Hayden White, un ensayista estadounidense, dice que lo único que el hombre puede entender verdaderamente son los relatos: lo único que perdura en la memoria y se transforma en conocimiento. White lo explica mejor que nadie: "Podemos no comprender la filosofía o los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por más exótica que nos parezca". Así, narrar una realidad es lo mejor que uno puede hacer por entenderla -y por hacer que otros la comprendan. Tomás Eloy Martínez recuerda además que narrar tiene el mismo origen remoto que conocer: una palabra del sánscrito, gna, que significa conocimiento. La diferencia con el simple afán por informar es obvia. Es como decirle al lector: "No me interesa que comprendas. Me basta que te des por enterado". ¿En qué momento los periodistas peruanos se quedaron dormidos en la parte más interesante de la película?
Los cronistas que nos han contado la conquista del Perú y América, como Cieza de León, Pedro Pizarro y Bernal Díaz del Castillo, fueron testigos y protagonistas de los hechos que narraron. Ésta es otra idea clave: ser testigo, no sólo mero recopilador y transmisor de datos. O mejor dicho: estar allí, vivir los acontecimientos para compartirlos a través de un relato que es a la vez histórico, literario y -me atrevería a decir por lo tanto- periodístico. Aquellos cronistas relataron no sólo lo que vieron y escucharon, sino también lo que sintieron, comieron, olieron, percibieron y tocaron. Mario Vargas Llosa los ha comparado con los que vinieron después, como Gracilaso Inca de la Vega y el padre De las Casas, y ha resaltado en los pioneros el valor de la inmediatez periodística. Es decir, aunque tuvieron que escribir sobre lo que ocurría en ese preciso instante, ello no fue pretexto para una falta de ambición abarcadora por entenderlo todo, incluidos el antes y el ahora. Hay rigor en los cronistas de la conquista, y una determinación insobornable por narrar la realidad en su totalidad.
Alguien que ha dedicado casi toda su vida a estudiar esas crónicas, el historiador japonés Hidefuji Someda, dice que la palabra crónica se empleaba en ese entonces como sinónimo de historia. "Menos cronológica, pero con el espíritu crítico y la intención de investigar y aclarar la verdad, no sólo de los acontecimientos contemporáneos [de esa época], sino del tiempo pasado". Es claro que si tratáramos de comprobar esas verdades a partir de los criterios de la objetividad periodística que se enseña hoy en las universidades y escuelas, ningún cronista de los siglos XVI y XVII pasaría la prueba. Ellos mezclaron la información con sus juicios personales, los sucesos con las ideas de su tiempo, y la realidad con la fantasía de los mitos y las leyendas que escuchaban a su paso. ¿Pero acaso sus crónicas no tienen hoy el valor de documentos históricos de aquella época? La respuesta es sí y el argumento es evidente. Más allá de las sirenas que algunos creyeron ver en el Amazonas, los animaba una vocación honesta: comprender y narrar con la mayor amplitud posible una realidad fabulosa que no se parecía en nada a la que habían conocido hasta ese momento.
Desde aquel entonces, la buena crónica ya había definido las virtudes del mejor periodismo de siempre. Investigación exhaustiva y escrupulosa. Sentido histórico del tiempo y el lugar en que ocurrieron los hechos. Imaginación para observar la realidad en escenas, episodios e imágenes (teniendo en cuenta que imaginación proviene precisamente de la palabra "imagen"). Acercamiento crítico a las fuentes de información. Argumentación lógica. Narración clara y vigorosa. Escepticismo -o dudar y formular preguntas acerca de todo- como única declaración de fe. Punto de vista personal (de quien es testigo) y explícito. Honestidad con los personajes haciendo que se comporten en la crónica tal como vivieron sus vidas en la realidad. Y, por supuesto, una aspiración irrenunciable por comprender y hacer que otros comprendan. Así, si la crónica es la abuela del periodismo moderno, es claro que el periodismo nació para relatar historias.
Albert Chillón, un catalán considerado como uno de los investigadores más implacables del periodismo narrativo, ha firmado una partida de nacimiento común entre el periodismo y la novela moderna. Para él, EL DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE que Daniel Defoe publicó en 1722 es la primera crónica novelada que se conoce. Dice Chillón: "Todo el libro revela el esfuerzo del escritor para conjugar la exigencia de rigor informativo con la de construir un relato en el que las cifras, los testimonios, los datos, los lugares y los personajes adquiriesen relieve, volumen y densidad". Defoe narra exhaustivamente la epidemia de peste bubónica que enfermó y mató a miles de británicos en Londres allá por 1665. Se comporta como un testigo que cuenta, informa y describe. Muestra e interpreta los hechos. Trata de comprender y comprende. Su libro es historia y literatura, pero además, en esencia, es una crónica. Por lo tanto, EL DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE es un ejemplo del mejor periodismo de todos los tiempos.
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Hace poco, un amigo me preguntaba por qué los cronistas peruanos de esta época escribimos como los narradores costumbristas del siglo XIX e inicios del siglo XX. El costumbrismo se entiende casi como una mala palabra en el Perú. Hasta se cuenta una broma que dice que si Kafka hubiese nacido en este país, habría sido un escritor costumbrista. Lo que mi amigo sutilmente quería decirme es que, sin hacer mayores esfuerzos por comprender íntegramente la realidad, los cronistas de hoy pintamos cuadros fragmentarios y superficiales a partir de una anécdota sencilla e insignificante, que en verdad dice poco del tiempo y el lugar en que nos ha tocado vivir. Este amigo es escritor y se gana la vida cazando errores ortográficos y de sintaxis en varias publicaciones de Lima, de manera que ha leído y lee lo suficiente para que su pregunta no fuese respondida así nomás, al desgaire. Por eso no le respondí.
Recuerdo que alguna vez defendí el costumbrismo usando como escudo esta idea de Carlos Monsiváis en clave de bolero: "Nuestras costumbres son la primera utopía que inadvertidamente habitamos. Son el molde imprescindible para averiguar nuestra identidad y vislumbrar nuestro porvenir". Sin embargo, ahora que lo pienso, he de confesar que sí creo que el mayor defecto de la crónica que se escribe hoy en el Perú es el mismo que tiene el periodismo objetivista que, en teoría, debería refutar: la superficialidad. Las pocas crónicas que se publican en los diarios peruanos se quedan en la gloria y la miserias del anecdotismo. Peor: del pintoresquismo. Es como si a los editores y escritores de crónicas nos interesara mirar el país -y esto es, a lo mucho Lima, la capital- sólo para descubrir entre sus pliegues a los personajes y las situaciones más banales con la única condición de que sean entretenidos a la hora de escribir (y de leer). Crónicas amenas, pintorescas, sensibleras o melodramáticas: he ahí el encargo periodístico de salir a la calle a buscar casos de "interés humano". He ahí su pobreza.
Le damos la razón a Manuel Gutiérrez Nájera: "La pluma del cronista tiene dientes que muerden de cuando en cuando, pero sin hacer sangre". Si el periodismo que está más comprometido cívicamente con la realidad de un país, ese periodismo de denuncia mal llamado de investigación, suele ser aburrido y abusa de las declaraciones de los políticos oportunistas de siempre, ¿qué hemos hecho a cambio los cronistas? Salvo unas cuantas excepciones, como los perfiles de Luis Jochamowitz sobre Fujimori y Montesinos, y décadas atrás las crónicas de Jorge Salazar sobre algunos asesinatos que pusieron la nación de cabeza, nos hemos limitado al entretenimiento. Las pocas páginas dedicadas a la crónica en los diarios y las revistas de hoy son algo así como la televisión de nuestro periodismo escrito. Están ahí para entretener, para señalar los orificios más espectaculares, festivos, rocambolescos, estrafalarios o miserables de la realidad, pero casi nunca para comprenderla. Son las series o las comedias del horario estelar que ofrece la pantalla antes o después de las noticias del telediario.
De todas las definiciones que he encontrado sobre la crónica como género periodístico me quedo con dos. Una es del propio Monsiváis: "Es un relato de la realidad en el que la ambición formal está a la par del rigor informativo". Es decir: compromiso con la verdad a través de una investigación exhaustiva, y compromiso estético con la palabra. La segunda definición es de Juan Villoro, otro mexicano, quien llama a la crónica el ornitorrinco de la prosa: un raro espécimen del oficio de escribir que es varias cosas a la vez. Es periodismo pero también es literatura. Es narración y ensayo. Historia y dramaturgia. Relato y reflexión intelectual. "La crónica ha servido para desahogar cosas que no se pueden decir por otra vía", escribe Villoro, y pone como ejemplo la masacre de estudiantes mexicanos en la plaza de Tlatelolco en 1968. "Hubo una muy tenue cobertura periodística. Los libros [que después se escribieron sobre el tema] contribuyeron a fijar una memoria que corría el albur de caer en el olvido. Allí se dieron las verdaderas noticias del movimiento estudiantil". Si en la prensa peruana hay omisiones tanto o más notorias, ¿por qué son tan pocos los libros publicados con la intención de cobrarse la revancha?
Jorge Cornejo Polar, un historiador y crítico literario peruano, ha develado los vicios del costumbrismo. "No se pregunta por las causas de aquello que describe ni indaga por los problemas subyacentes a la superficie social, que es lo que básicamente le atrae". Para él, costumbrismo es el relato de lo superficial y, por ello, conformista. No le interesa descubrir la dimensión humana e histórica de un personaje o un suceso, sino que le basta su gracia: su carácter ameno y entretenido. No su repercusión social, sino su índole anecdótica. José Miguel Oviedo, tal vez el más universal de los críticos literarios peruanos, le da la razón a Cornejo. Refiriéndose a las TRADICIONES de Ricardo Palma, dice que el retrato de costumbres es "esa historia menuda" que permite al escritor protegerse de toda sospecha. "Ni liberal intransigente ni enteramente retrógrado. Un término medio muy de los limeños, muy laxo". El propio Palma reconoció en EL REY DEL MONTE esta superficialidad: "La manera bárbara como eran tratados los infelices negros que traían de África los traficantes de carne humana no son asuntos para los artículos de carácter ligero de mis tradiciones". Lo mismo podríamos decir los editores y escritores de crónicas de los periódicos peruanos del siglos XXI. La diferencia es que ni siquiera nos atrevemos a pensarlo.
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¿Cuál es la vacuna que podría conjurar esta epidemia de costumbrismo y de su variante peruana más contagiosa, el pintoresquismo? Timothy Garton Ash, un historiador y periodista británico, testigo de los cambios ocurridos en Europa durante y después de la caída de los sistemas socialistas de gobierno, propone una receta que le da título a uno de sus libros: HISTORIA DEL PRESENTE. Sin embargo, él mismo arroja el pelo sobre su plato y se pregunta si tiene sentido hablar de una historia del presente. ¿Puede existir algo así? ¿Acaso historia y presente no son palabras contradictorias por definición? Tanto los académicos como las personas comunes y corrientes, dice Garton Ash, entienden la historia como un recuento de los hechos del pasado. Leo el diccionario y veo que tiene razón: "Historia: Estudio de los acontecimientos del pasado relativos al hombre y a las sociedades humanas. 2. Relato de sucesos del pasado, en especial cuando se trata de una narración ordenada cronológicamente y verificada mediante los métodos de la crítica histórica". ¿Entonces?
Recuerdo esta frase de Ramón de Valle-Inclán: "El presente aún no es la historia, pero tiene caminos más realistas para contarse". El escritor español pensaba lo mismo: que el presente no puede aspirar a ser historia (aún no, por lo menos), pero su ironía encerraba una idea poderosa: que un relato del presente es más realista que cualquier relato del pasado. Dicho de otro modo: veracidad e historia, entendida como recuento del ayer, no tendrían que ser necesariamente sinónimos. Garton Ash recuerda a su vez al historiador alemán Koselleck, quien decía que desde la época de Tucídides hasta bien entrado el siglo XVIII, haber sido testigo ocular de los hechos descritos o, mejor aun, haber intervenido directamente en ellos, se consideraba una ventaja fundamental a la hora de narrar la historia de un suceso, una persona o una nación. Pero la mayoría de la gente, aquí y en todo el mundo, no piensa lo mismo.
Se da por sentada la necesidad de que ha de pasar un mínimo de tiempo y estar al alcance ciertos tipos de fuentes documentales para que un escrito sobre un hecho adquiera la categoría académica de historia. "Es una idea muy rara", advierte Garton Ash. "Supone afirmar que aquella persona que no estuvo allí sabe más que la que sí estuvo". Estar allí. Ser testigo. Mirar, escuchar, sentir, oler, comer, tocar, percibir, conocer a través de los sentidos. Un historiador y un novelista pueden narrar muy bien una guerra sin haber pisado jamás siquiera un club de tiro. Un cronista tiene que haber estado allí. Creo que ésa es la enorme ventaja desaprovechada por los editores y escritores de crónicas en el Perú. Es como si nos negáramos voluntariamente el derecho a formar parte de la realidad y comprenderla. Como si a pesar de saber que la abuela del periodismo moderno tiene una fabulosa herencia aguardando por nosotros, prefiriésemos la moneda fugaz de las declaraciones, del resumen telegráfico y la certificación de notaría. Esto es, la famélica riqueza del objetivismo. Desde mi punto de vista, el desafío del periodismo narrativo está en volver a visitar ese campo en que la ambición de la historia, la imaginación de la literatura y la veracidad del periodismo se unen. Aquí, en el Perú, todavía hay mucho por narrar, mucho por comprender. La voluntad única de informar, por ahora, habría que cedérsela a la radio, a la televisión y a Internet. De hecho, creo que ya lo hacen mejor.
SUMILLAS
[1]Las páginas dedicadas por ahora a la crónica son como la televisión de nuestro periodismo escrito. Están ahí para entretener, no para comprender la realidad
[2]Un historiador y un novelista pueden narrar muy bien una guerra sin haber pisado jamás siquiera un club de tiro. Un cronista tiene que haber estado allí
[3]El simple afán por informar le dice al lector: "No me interesa que comprendas. Me basta que te des por enterado". Es un periodismo hecho para la amnesia
Toño Angulo Daneri
Es chalaco por voluntad propia y periodista por la misma razón. Estudió en San Marcos y mientras era redactor de Domingo de La República recibió una mención honrosa por El cuento de las mil palabras de Caretas. Fue cronista del diario El Comercio. Actualmente es Editor de la revista Etiqueta Negra y profesor en la UPC, donde contagia a sus alumnos las ansias de mirar con subjetividad humana los hechos cotidianos.